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Acción solidaria.





En un pasillo del metro madrileño, se me acerca un adolescente, y me reclama atención con un: ¿Por favor caballero, me puede atender un momento?

Le miro receloso, soy viajero experimentado y conozco mil argucias de buscavidas de todo sexo y condición, no en vano estoy en la capital de los pillos y vividores a los que hemos añadido pillos de extramuros; he vivido en persona las escenas contadas por los clásicos de la literatura española, y mi recelo es grande.
Veo a un adolescente de entre quince o dieciséis años, aseado, vestido correctamente, extremadamente pálido, con acné en la cara. Tiene un porte humano débil de no más de 50 kilos de peso y 1,65 metros de altura. No me parece un peligro para mi integridad física, aunque no bajo la guardia defensiva.
Con voz entrecortada por la emoción, con un leguaje no verbal de las manos que indicaba un estado de ansiedad creciente, me explica que se ha quedado sin dinero para volver a casa, que solo precisa 1,50 € para el intercambiador de tren hasta su ciudad.

Este argumento es muy recurrente entre los buscavidas, que te cuentan que han salido del penal, del hospital etcétera, pero lo novedoso en mi experiencia es que sea un adolescente desvalido.
Le escucho atentamente mientras estudio su actitud, gestos e incluso la dilatación de la pupila (solo me faltó el tomarle el pulso), el resultado de la observación es el de un empate entre el buscavidas y el necesitado auténtico.
Se debate en mi interior dos posiciones, una el rechazo a la picaresca y a la pérdida de 1,5 € que me son precisos, y otra moral ¿Si por el anterior argumento, colaboro sin buscarlo en que este adolescente de aspecto débil sea carne para un depredador sexual de los muchos que hay?
Aún con la sospecha de ser timado, dono esa cantidad en la esperanza de evitar un drama como los que veo en los noticiarios. Me muestra su agradecimiento y prosigo mi viaje a casa, que ya es anochecido.

Unos días después, yendo por el mismo pasillo, veo al mismo adolescente abordando a una señora de buen abrigo de piel que rechaza atenderlo; al darse la vuelta, le digo con una voz audible:
 ¡Que pasa machote!
¿Aún no has llegado a casa?
Se acerca a mí con una sonrisa, sin turbación ninguna, mientras me toca el brazo amistosamente y me dice: Ya ve aquí sigo.
Y prosigue a su “faena”.
Sigo mi camino pensando en la nueva figura que añado a mi galería de “buscavidas”, la del adolescente desvalido que resultó ser un actor consumado al representar el papel con la maestría de un actor de teatro experimentado, pues tanto el lenguaje no verbal como lo tembloroso de la voz, no se simulan fácilmente, creo que la escena se está perdiendo una buena figura.
Me consuela el haber sido espectador único y privilegiado de una breve escena a cargo de un maestro por el tan solo precio de 1,50 €.

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